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CULTURA

17 de enero de 2025

Una carta de amor a los perros y no tanto a la naturaleza de la humanidad

Basado en experiencias personales y ciencia cognitiva, el libro “The Word of Dog”, de Mark Rowlands, analiza el libre albedrío y ética del perro, con reflexiones filosóficas sobre humanidad y animales

>Escribo todos mis artículos, incluido este, con mi fiel escritor fantasma a cuestas. Hoy, tal vez porque el libro de esta semana le interesa más que la mayoría, ha hecho una demostración dramática, abalanzándose para sacar un burrito a medio terminar de la basura.

The Word of Dog: What Our Canine Companions Can Teach Us About Living a Good Life [La palabra de perro: Lo que nuestros compañeros caninos pueden enseñarnos sobre cómo vivir una buena vida] contiene una pizca de memorias y grandes dosis de ciencia cognitiva, pero es, sobre todo, una obra de filosofía. Meditando sobre los muchos perros queridos con los que ha compartido su vida, Rowlands esboza su forma profundamente ajena y distintivamente eufórica de navegar por el mundo. Ya existen varios libros sobre las capacidades cognitivas caninas -entre ellos The Genius of Dogs y What It’s Like to Be a Dog-, pero este es el único que he leído sobre el albedrío canino. En The Word of Dog..., Rowlands se pregunta no solo si nuestros perros pueden sentir amor (sí) o culpa (dudoso, como demuestra la alegre despreocupación de Kafka por su intento de robo de burritos), sino si son libres (en su opinión, sí) y morales (en su opinión y en la mía, rotundamente sí).

En otras palabras, es una encantadora confirmación de mi hasta ahora incipiente sospecha de que Kafka es infinitamente mejor que yo.

Sócrates dijo que “no merece la pena vivir una vida no examinada”, pero los perros ponen en tela de juicio esta máxima, junto con muchas otras sabidurías convencionales. La reflexión –definida por Rowlands como “pensar sobre el pensamiento, pensar sobre los pensamientos y sobre el pensador de esos pensamientos”– es un arma de doble filo: es la base del autoexamen, pero también de la fragmentación. Divide “a la criatura reflexiva en la que reflexiona y en la que es reflexionada”. Y así, “divididos en dos, nunca podremos volver a ser enteros: únicos, indivisos, de un solo corazón y una sola mente”. Los perros, por el contrario, se lanzan a sus búsquedas con un abandono salvaje y sincero. Son “criaturas del compromiso”, escribe Rowlands, mientras que nosotros somos “criaturas de la duda”.

Muchas eminencias, entre ellas Frans de Waal y Charles Darwin, han sostenido (o más a menudo asumido) que la moralidad requiere reflexión. “Un ser moral es aquel que es capaz de reflexionar sobre sus acciones pasadas y sus motivos”, escribió Darwin en La descendencia del hombre. ¿Qué pensar entonces de las hazañas de altruismo y heroísmo de los perros, del doberman que rescató a un bebé humano de una serpiente mortal o del chucho callejero que llevó comida a su escondite para compartirla con otros animales?

De hecho, los perros suelen ser mejores agentes morales que nosotros. Como señala Rowlands, nunca hacen propósitos que no cumplen; nunca se preguntan por qué corren detrás de las ardillas, ni se dan cuenta, para su disgusto, de que no hay ninguna razón definitiva para preferir la caza al pastoreo o al frisbee. Nunca se quedan paralizados por la indecisión, la desesperación o el malestar existencial. Cuando ven a sus seres queridos en peligro o ven pasar una ardilla, actúan sin dudarlo.

Los perros también nos incitan a revisar nuestra concepción del sentido. Ante la constatación de que muchas de nuestras búsquedas son repetitivas y no sirven a ningún fin más allá de sí mismas, escribe Rowlands, podemos “negar que nuestras vidas sean sísifo, o podemos negar que una vida sísifo sea necesariamente una vida sin sentido”. Los perros optan por la segunda estrategia, y lo hacen con una exuberancia y un aplomo que nosotros nunca podríamos reunir, exhibiendo una especie de amor fati. No importa cuántas veces atrape Kafka una pelota en el aire, no importa con qué frecuencia persiga el pastor alemán de Rowlands a la fauna local, su alegría descarada nunca disminuye. ¿Y por qué la repetición de una actividad apreciada debería hacerla menos apreciada?

En su mayor parte, sin embargo, The Word of Dog... es una entretenida y afectuosa exploración de los perros y su distintivo modo de ser. La filósofa y novelista Iris Murdoch escribió una vez que “el amor es la extremadamente difícil comprensión de que algo distinto de uno mismo es real”. Los perros son aguda y a veces desconcertantemente distintos de uno mismo, al menos cuando uno es humano, lo que puede explicar por qué los amamos tan ferozmente.

Sin embargo, a veces me pregunto si nos parecemos más a ellos de lo que Rowlands deja entrever. Estoy acostumbrada a definirme en términos de mis capacidades intelectuales. Kafka es analfabeto y, sin embargo, no es exagerado decir que nunca nadie se me ha parecido tanto. “Estén hechas como estén nuestras almas, la suya y la mía son iguales”, dice Catherine de Heathcliff en Cumbres borrascosas. Aunque suene ridículo, yo diría lo mismo de mi perro. Los dos somos obsesivos, testarudos, mandones e inagotablemente enérgicos; los dos nos ponemos nerviosos cuando no hacemos suficiente ejercicio o nos estimulamos mentalmente. Los aspectos en los que somos diferentes son los aspectos en los que yo soy peor: menos bella, menos aerodinámica, menos firme, menos fácil de deleitar. Rowlands tiene razón en que Kafka me ha enseñado a valorar los aspectos de la sensibilidad canina que los humanos no compartimos. Pero Kafka también me ha enseñado a pensar en la humanidad de otro modo, a concluir que no somos tan cerebrales como a menudo desearíamos ser y que yo también puedo ser un animal exuberante.

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