SOCIEDAD
23 de noviembre de 2024
Sirve platos soviéticos en un restaurante de Almagro que evoca un mundo perdido en el que fue muy feliz
Dimitri Svetlichniy nació y creció en la Unión Soviética donde vivió hasta los 11 años, cuando ésta se diluyó. “Pasó de un día para el otro. Nos acostamos a dormir en un país y nos despertamos en el otro”, cuenta el cocinero y propietario de El Molino Dorado, que a los 18 años se vino a vivir con su madre a la Argentina. Los momentos difíciles como inmigrante en el país y el emprendimiento que lo remonta a su infancia
>“Ese muchacho es Lenin. El cuadro original me lo regalaron unos clientes que lo encontraron en su garaje mientras estaban limpiando, les dio lástima tirarlo y me lo trajeron acá. Estos banderines son originales de la época soviética”, señala Dimitri Svetlichniy, nacido en la ciudad de Járkov en 1980, actualmente una ciudad de Ucrania que limita con Rusia. Su restaurante eslavo El Molino Dorado, especializado en comida soviética -en la esquina de Almagro de Quito y 33 Orientales- es un cofre de recuerdos de su infancia en la Unión Soviética. “Mi época más feliz”, revela. Tenía 11 años cuando ese mundo que conocía implosionó.
El dueño de ese rincón soviético aporteñado llegó a la Argentina cuando tenía solo 18 años, junto a su mamá Irina. Recuerda que la adaptación no le costó nada. Ya venía sobreadaptado a los cambios bruscos. “Nos acostamos a dormir en un país [Unión Soviética] y nos despertamos en el otro [Ucrania]. Después nos vinimos para la Argentina. Otro cambio. La gente es distinta. Hay mucho en común, pero al principio te encontrás con cosas que no podés entender y te molestan mucho. Como el ritmo de la vida de la gente subtropical. Cuando tenía 18 los argentinos de mi edad estaban a pura joda”, relata. Era fines de los años 90.
En su “época dorada”, tal como la recuerda,vivía en un barrio donde había una fábrica que daba trabajo a unas 30 mil personas. Allí se desempeñaron como mecánico y administrativa sus abuelos maternos, a lo largo de 44 años. “Prácticamente toda su vida trabajaron ahí”. Su padre, en cambio, se dedicó al deporte y su madre fue profesora de Economía en la Universidad.
Los barrios se formaban alrededor de alguna empresa, alguna fábrica. Se llamaban micro barrios que se construían para la gente que trabajaba en el área. La fábrica de su barrio tenía sectores distintos. Por un lado hacían placas electrónicas para el sistema espacial y por otra parte hacían― electrodomésticos.
― Por supuesto, era el tema número 1. No existía Internet. No había otra cosa. Los chicos soñábamos con ser cosmonautas.
En su casa y en la de sus abuelos le servían la comida tradicional que hacía el 70% de la población de la Unión Soviética, que es lo que él ofrece en su restaurante. Comida de diferentes regiones que se hizo famosa, según explica, porque era rica y sencilla de preparar, además de nutritiva y agradable. Menciona la sopa borsch, a base de remolacha, con nueve verduras distintas, champiñones y portobellos. También le preparaban la verdadera ensalada rusa que tiene muchos más ingredientes que en la Argentina y es la que sirve. “Acá los estafaron un poquito. Le faltan como nueve ingredientes más”, dice riéndose. La receta nacida en el restaurante moscovita Hermitage de manos del cocinero ruso, de origen francés, Lucien Olivier incluye además de papas, zanahorias y arvejas, pepinos marinados, huevo, cebollitas, carne magra hervida, arvejas frescas, aceitunas, queso crema, hierbas aromáticas y un toque de mayonesa.
Tras el derrumbe de la Unión Soviética Dimitri recuerda los tiempos de crisis que afectaron a todas las repúblicas. “De a poquito las cosas que tenías que podías disfrutar fueron desapareciendo. Seguramente aparecían cosas que no teníamos, pero no sé si cubrían todo lo que había desaparecido”, compara.
Si hasta este momento no sabía que existía la discriminación, a partir de los 12 se dio cuenta de su existencia. “Los chicos de mejor posición económica se sentían más seguros y más cuidados y los chicos de las familias más pobres se juntaban entre ellos y tiraban bronca contra los que tenían un poder económico mejor. Y muchas veces han sido golpeados solo por eso, solo por envidia”, recuerda. Pero con el tiempo volvieron a unirse. “Nos integramos mutuamente. Lo de la división de clases sociales fue algo para lo que nadie estaba preparado. Hubo quienes se adaptaron a los cambios más rápido, otros fueron más lentos. Y también estuvieron quienes nunca lo hicieron. Los primeros años post soviéticos las fábricas se cerraron, se fundieron y no volvieron a abrir sus puertas”, relata Dimitri.
El pasado y presente se funden dentro del restaurante, que es también su casa. En el piso de arriba está su habitación. “Esta es mi casa, donde yo recibo a la gente y le cuento un poquito de historia de mi vida con las comidas que ofrezco”.
En un aparador del restaurante hay cuadro de ella. Su madre había fundado en su tierra una bolsa de acciones con unos compañeros de la facultad, que fue “saqueada” por el Estado porque determinaron que no podía haber una privada y que debía ser estatizada. “Nos quedó el departamento en que vivíamos. Nada más. Mi mamá dijo que no había más que hacer en ese país. En aquel momento ya era Ucrania y decidimos irnos”, relata. Tenían la opción de ir a Canadá o Alemania, pero viajar a la Argentina era la forma más rápida. Tenía 18 años y también evitaba los dos años de servicio militar de Ucrania.
“Vinimos con 2.000 dólares en el bolsillo de lo que nos quedó después de la venta del departamento, porque no valían nada en esa época. Un tres ambientes costaba 11.000 dólares. Nada. Descontale los pasajes aéreos. Y calculá que nos quedó eso. Nos fuimos a vivir a un hotel familiar”, cuenta el cocinero ucraniano.Su primer trabajo en la Argentina fue en un local de comidas rápidas. Los primeros seis meses estuvo friendo papas y después terminó atendiendo en la caja. Se adaptó enseguida. “A los 18 años estás muy flexible para los cambios y te adaptás muy rápido, tanto en el idioma como cualquier otra cosa que se te viene encima”, asegura. Al año de llegar ya estaba estudiando en la Facultad de Filosofía y Letras un traductorado para extranjeros. Después fue ayudante de mozo en un lujoso restaurante gastronómico del Buenos Aires Design y terminó como ayudante del gerente.
A su regreso se inscribió en kinesiología y fisiatría y decidieron con su madre poner un emprendimiento hasta que terminara los estudios. Ella cocinaba y él atendía a los clientes. Empezó a cocinar cuando ella se enfermó. Con el tiempo, los platos se fueron adaptando al paladar argentino, fueron cambiando algunas especias, modificando algunas recetas.
Ahora cocina con un sobrino, con quien se encontró de casualidad, quien también coincidentemente llegó con su madre. Una panadera “original rusa”, los ayuda con la pastelería, las tortas. Y cuando ella no puede, lo hacen ellos. “Y si nosotros no podemos, se las encargamos a los paisanos que sí tienen tiempo y ganas de llevarse una moneda”.
Su último viaje a Ucrania fue en 2014. Hace 10 años que no regresa.
Dimitri sonríe. Filosofa. Habla de la vida, de los momentos buenos y los malos. Y comparte sus gustos con quien quiera sentarse a su mesa.